Por: Lourdes Marín de Muñoz
Mi padre es un hombre bueno, un
hombre como todos, con problemas; pero de una nobleza extrema y una honestidad
absoluta. La fe siempre lo caracterizó y
las noches tan sólo eran paréntesis para el milagro del día siguiente. Nunca
conoció a sus padres, quizás por ello demostró un amor desmedido a su familia,
y aunque sumamente rígido, en medio de las limitaciones, complacía
constantemente a sus nueve hijos.
Yo tenía once años; lo acompañé a
un viaje de trabajo a la ciudad de México.
Después de la visita a sus clientes, como era costumbre, acudimos a
saludar a la Virgen de Guadalupe. Al
terminar el día, degustamos un buen atole, gran variedad de tamales y la pregunta que tanto nos agradaba escuchar,
no se dejó esperar...”¿y ahora, que quieren?, escojan algo”. Un suéter color rosa
mexicano, de cuello alto me guiñó el ojo desde un puesto instalado en el atrio
de la Villa; con gran satisfacción mi padre pagó la prenda y me la entregó
sonriendo. Día tras día, con frío o calor, en la escuela o en la casa, por
mucho tiempo lo lucí orgullosa.
Han pasado cuarenta años. Los nietos llegan, acudí a conocer a la
primera, al llegar me obsequiaron una
bufanda. Recordé la sonrisa de mi padre. Entre pañales, biberones y llanto, la
constante del color tiñó mis días. El
otoño murió y el invierno desplegó su alfombra blanca. El momento de partir era
inminente. Tomé mi equipaje, las
lágrimas humedecieron mi bufanda, Anna María, mi continuación me sonrió, y me
alejé cortejando la maravillosa idea de ser abuela.
Voy de regreso a casa, durante el
viaje me percato que estoy vestida de rosa mexicano, el tono alegre me induce a
cuestionar con sutileza la elección de mi atuendo. Quizás lo decidí por
vanidad, quizás por cortesía, o quizás porque al ser abuela, mi padre quiso
recordarme lo mucho que me amaba.
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